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Una leyenda sobre el mar, el viento y el amor



Marina

(La leyenda de las trombas marinas)


Todo es mejor en los sueños
menos en este.
Nada se oye
aunque gemir se puede ver el viento,
las tablas del muelle
arrancadas con tal fuerza
que locas salen por el aire;
no se escucha, pero
quien aquí estuviera lo vería
desde que todo comenzó a girar
en ese mismo punto
donde se vio que Dios sembró su dedo.
Creo que el Sol no existe o se aguó
en la inmensidad de nubes grisanegras
sobre la Novia de la Bahía.
Granizos cayeron antes,
presagio de lo que ahora es muerte,
tres torbellinos
descendieron en la playa de Acapulco,
rápidos y mortales como navajas
desenterraban los troncos del fondo,
serias heridas abrían en el agua
pues algunos dicen que el mar
sufre cuando estos fenómenos
lastiman su cuerpo. Esta vez,
la Señorita estaba muerta
y no hubo tiempo de ir a la capilla
donde está su tumba, su antigua casa;
la última esperanza era la cruz blanca
frente a la playa, justo ahí
se desvaneció el primero,
los otros dos rompieron por los montes
de icaco y se agotaron entre las palmeras,
así desaparecían los pequeños trillizos.
Hasta yo pensé que aquí se acabaría
el asunto y hubo calma, sí, la tuvimos
por un rato… hasta que se paró justo en medio
de la bahía un tornado que hacia el interior,
como un toro, créanme, nos miraba.
Era la fuerza combinada de los tres anteriores
y en cuestión de segundos entró a tierra
abriendo estrías, desentrañando ferozmente
cada cosa de su sitio tal como antes he dicho,
sin que se escuche nada o sin que yo
escuche nada más que mi nombre
que comienza a aparecer
y a borrar las cosas poco a poco;
entonces yo despierto
y ahí está mi nombre
histriónico en su boca que al gritarme
me aturde. —Despierta, qué no escuchas,
despierta.

* * *

Hay una tromba marina, —le dijeron
a Clemencio, con la mayor delicadeza
de un desesperado.
¿Tú no sabes lo que es?, un remolino
con mucho viento, como una manguera
del cielo a la tierra. —Entonces Clemencio
entendió que se trataba de salir juyendo
tal como él lo estuvo soñando.
En la Novia de la Bahía nadie conocía
estos fenómenos más que en historias
de pescadores que los habían avistado
antes en aguas lejanas,
en los bancos de la Navidad y de la Plata;
llegaban y hablaban de remolinos que aparecían
y se iban de repente para sorprenderlos
apareciendo en cualquier parte.
Algunos han contado escalofriantes
situaciones de barcos encerrados
en jaulas de torbellinos rugientes.
Dicen que sobrevivían
por intercepción de Elupina ante Dios.
Nunca se imaginaron verlos en tierra
llevándose las casas de sus primos
o sus hermanos, pues hubo
un tiempo en que todos
eran familia por estos lares.
Y aunque se hablaba de hombres
y ancianos capaces de desvanecer tornados,
no se vio a ninguno armado de sus oraciones
hacerle frente a semejante corpulencia,
que con belleza desciende de las nubes
y entre giros y cadereos se lanza
en la llanura, poderoso como Dios.
No por mucho se salvó Clemencio
a quien su mujer dejó atrás
y salió corriendo, no sin antes
desamarrar el caballo
que estaba en el patio.
Él salió casi sin ropa a la escena
de su mismo sueño,
pero esta vez era real.
Del cielo a la tierra,
primero creyó ver una mancha
luego notó su musculatura de escombros,
el embudo, como una bestia, invencible.
“Jesú manífica qué es e`to”, y corrió
hacia el burro que también estaba vuelto loco;
no fue fácil, pero logró desamarrarlo,
lo que no pensó fue la velocidad
con que el burro saldría corriendo una vez suelto.
Su primer instinto fue aferrarse a la soga
y fue lo mejor para Clemencio…

* * *

Sufrina fue siempre una mujer de hierro,
trabajaba igual que los hombres,
codo a codo. Sabía todos los oficios
desde tallar madera hasta sembrar arroz.
Conocía las familias,
la descendencia de todo hijo de hombre
y mujer en la Novia de la Bahía.
Aquel día creyó haberse excedido
por la desesperación y el instinto
de preservar la vida.
Haló las riendas del caballo
y dio la vuelta hacia la casa
a por Clemencio.
Se alcanzaba a ver la columna de nubes,
la brisa cada vez más fuerte,
era difícil cabalgar
entre la cantidad de escombros
que arrojaba la tromba marina,
única forma que conocía
de nombrar ese extraño fenómeno
que salía de la panza  negra del gran nubarrón,
como una amenaza de muerte.
“Corre, Salvaje, corre”, —decía mientras
arriaba el caballo.
“Corre bestia, que pierdo mi marido”.
Los que la vieron así lo dijeron
y no faltó quien le advirtiera
del peligro
o le voceara loca,
qué tú no ves que vas hacia la tormenta.
Pero no había dos Sufrina en la Novia de la Bahía,
sólo una, capaz de atravesar de un extremo a otro
el pueblo como relámpago, a reparar
el error de no esperar a Clemencio,
a quien siempre creyó perezoso,
poco trabajador y amante
de los domingos de matiné en el bar
que estaba sobre las olas
filtrando toda la cebada posible. Pero de buenos
sentimientos, tan noble como Salvaje,
su equino, que oh, ooh, oooh,
se detiene, Sufrina baja del caballo.


* * *

La intuición no se equivoca,
cuando una mujer intuye que puede encontrarte,
lo hace aún atraviese una tormenta;
cuando Sufrina bajó del lomo de Salvaje
supo que hallaría a su marido
si detenía al animal que huía del torbellino
y hacia ella como alma que lleva el Diablo
se dirige y sin verla.
Tomó un lazo que traía en el caballo,
hizo su nudo como casi ningún hombre
lo haría, ni siquiera en la Novia de la Bahía.
Y sí, era el mismo burro que arrastraba
a Clemencio, atrás el torbellino
los persigue casi a conciencia.
Cuenta la leyenda que por idolatría,
los vicios, y la brujería,
sobre este pueblo terrible castigo,
con el cielo, el mar y la tierra
unidos ha caído. Es suicida
pero Sufrina está firme
a la espera de la distancia precisa
para enlazar al asno y huir
con su marido lejos de la tormenta.
De muchas fuentes se ha escuchado
sobre las palabras que pronunció
minutos antes de hacer el lance.
Dicen (créanlo aunque yo no lo haya visto)
que cerró sus ojos unos segundos
y “Señor, si es tu voluntad que sea hoy
el último de mis días, así lo acojo,
por amor he vivido y este día
será que por él moriré”.
Habiendo acabado
abrió los ojos y echó un ingenioso
lance transversal a favor del viento,
la cuerda se introdujo justo
en el cuello del burro, en fracciones
de segundos Sufrina subió al caballo
ató el otro extremo de la soga
al cuello de Salvaje,
que pudo hacerle resistencia
hasta lograr que se detuviera.

* * *

Atrás quedaba el tornado
que se desviaba como ignorándolos,
había barrido cuatro casas
en dos calles diferentes.
Ahora parecía esquivar las cosas
y perdía volumen, el cielo finalmente
fue tornándose más claro
y desapareció, simplemente
de la nada. Una parte del pueblo
quedó exhausta, el desorden
de escombros levantados
y arrojados a sitios inesperados
era enorme. Aquella mañana,
un simple amanecer nublado
y de tiempo feo
como dicen los pescadores,
hasta hoy queda en la memoria
de los que nacieron
antes de los noventa en la Novia de la Bahía.
Ya todo se hubo calmado menos el corazón
de Sufrina, quien se tiró del lomo de Salvaje
y corrió a socorrer a Clemencio
que aún estaba aferrado a la soga del burro.
—Hombre de Cristo suelta ese lazo
qué no ves que te ibas a matar.
Intentó abrazarlo y el hombre al fin
sintió el dolor, gritó que le ardía
la espalda, la tenía totalmente roja
desollada por el arrastre,
mucho sufrimiento le esperaba
al pobre de Clemencio.
—Pero dime qué pasó
¿y nuestra casa?
—¿Ves algo en pie a tu espalda?
No, nada hay a tu espalda, se respondió
él mismo y le contó lo que estuvo
soñando antes de que ella lo despertara;
le dijo que vio remolinos unir
el cielo con el mar
y que se metieron a la tierra.
—Una vez despierto me encontré
con un monstruo semejante,
solté el burro y me agarré
con fuerza de la soga;
mientras me arrastraba
vi cómo un torbellino
del cielo a la tierra
y de la tierra al cielo
destruía nuestra casa.


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