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Rafael Américo Henríquez falleció el 11 de enero de 1968 en Santo Domingo, vivió 69 años, llegó a convertirse en un gran poeta y se ideó un único poemario que tituló “Briznas de cobre”, publicado diez años después de su muerte.
Fue la Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos que con prólogo de Manuel Rueda reunió los textos para esta selección, incluyendo algunos poemas en prosa y su “Rosa de Tierra” en 1977, obviando algunos escritos ilegibles y otros nunca encontrados de las ediciones de Ágora y La Cueva, ambas revistas dirigidas por nuestro autor.
La obra inicia con un breve poema que se titula “Norma”, para avisarnos de una vez lo que ha de lograr el poeta en su hazaña, un auténtico manifiesto, una metáfora de la escritura misma, retrato o fijación del acto creativo, en el que tanto empeño puso Américo, alcanzando así la fuga hacia el misterio de los auténticos poetas.
“Exprimir de la luz todo su contenido”, proclamó Rafael Américo y así lo cumplió en toda su obra; son los broncíneos atardeceres, las frentes plateadas y las charcas de los senderos, riveras por donde la iluminación fluye, porque toda será aprovechada hasta en el más estrecho acento de sus versos.
“Esa luna lleva sed”, dijo; ¿cómo alcanzaría una fuente para saciarse?, su luna paseándose en cada una de sus composiciones, imprescindible y nunca desaprovechada compañera. Esto hace de “Briznas de cobre” un cancionero lunar de notable valía poética.
“A cielo suficiente, a pájaro bastante”, con humildad latir en el constante eterno, para hacer generosa la genialidad de la musa, pulsaciones cósmicas que se olvidarían de no ser escritas en su tiempo, cuando aún no han sido posibles ningunas, abstraídas de lejanas visiones, imaginerías de rarísima alquimia.
El poeta deja ver, sin embargo, una que otra hilera de historia, como el entierro de alguna niña muerta, unos viejos que cuidan sus ovejas de un hurto, en una noche de luna cimera cabalgando entre montes de pinos y sobre corrientes de ríos de plata, para usar una expresión de él mismo.
Los nacimientos de su poesía fueron lentos, a pesar de haber vivido inmerso en un ambiente regularmente dinámico de intelectuales, como lo fue el grupo de los sorprendidos, que gracias a sus numerosos miembros y constante producción se mantenían publicando con regularidad.
Su fisiología, su mundo, su llamado, lo traían ya predestinado a tallar los metales de los crepúsculos, virtud con que domina la actitud y el estado de la palabra, transmutando la luz, el color y el sonido en sus poemas, genialidades que le cantan a “diez doncellas que tejen la luna”, o su “Va cantando”, poema de sutil y sencilla belleza.
La sublimidad ennoblece cada página de Rafael Américo, pero sobre todo su innegable originalidad, con la que se apropió de un universo único, creando sus mundos personales en un hondo paisaje de lejanías, nocturno o crepuscular, logrados con una técnica impresionista que reúne simbolismo y surrealismo en armonía.
“Tus ojos son paisaje. Si piensas son sendero, sendero de la sierra con luces de neblina”.
“Briznas de cobre” constituye el testimonio fiel de su legado, caso raro de nuestra poesía y la del mundo, silencioso y astral; no muchos conocen las rimas de su “Niña en gris”, bellísima composición, ¿Quién que pena no la ve? Resuenan los estribillos, sus repiques arcaicos, se quiebran sus estrofas y la sintaxis es dominada por su ritmo alucinante.
Dios ebrio de nube y de muza, compositor de lunas, enamorado de la luz y el misterio, echando las rosas al viento, al cosmos verbal de su alquimia destiladora de briznas, filamentos que contienen las más bellas imágenes de un mundo constantemente mutable, de luz a sombra, de luna y pez, de pájaro a sombra de pájaro.
Y así con una plena adquisición y dominio de su expresión poética, Rafael Américo Henríquez conquistó una poesía que se sustenta en su capacidad evocadora, delicadeza y un exquisito erotismo de las bellas campesinas de su tiempo.
Como lo diría Miguel Hernández, en “Briznas de cobre” Rafael Américo es un perito en lunas, en el plata de sus noches claras, del paisaje fluyente, imprecisiones posibles en la sonoridad y el embrujo de cielos desnudos de pájaros, ausentes y presentes en su actitud de volar.
Y así con “redondez de miel quedar gozosa”, a plenitud de viento, de misterio y encanto, sonor primaveral y bronce de todos los otoños, levanta el poeta su canción, la que siempre será poesía viva, activa, el pájaro y su sombra, su vuelo y la sombra de su vuelo, la cosa en sí misma y sus múltiples manifestaciones en su cauce verbal, repitiendo y rehaciendo el orden nuevamente.
“Para puerto lejano el silencio será ruta”, bien aconsejados nos deja con ésta máxima que indica el sendero hacia sus territorios, un mágico universo poético, que es luz y reflejo del acto mismo de la creación, “a cielo suficiente y a pájaro bastante”.
(Este artículo, de un servidor, José Ángel M. Bratini, se publicó por primera vez el 3 de diciembre de 2017 en El Nacional)
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